miércoles, 26 de febrero de 2014

Preguntas para pensar: ¿Por qué quieres ser educador?

¡Y así empezamos nuestras andanzas! Aquí no te recibimos con un simple “Hola”, preferimos plantearte una pregunta que, aunque a simple vista parezca sencilla, más de uno ha necesitado estrujarse los sesos para responderla. A mí por ejemplo, por muchas vueltas que le di en su momento, no fue hasta hará aproximadamente cuatro años que no vi clara la respuesta.

 En aquel entonces yo era un pipiolín recién graduado que, buscando aventuras, acabó en un proyecto de interculturalidad barrial. Fue durante unas jornadas de formación de dicho proyecto cuando conocí a un hombre increíble; esta persona no sólo tenía una carrera profesional envidiable con poco más de 30 años, sino que se había ganado a pulso el respeto ajeno por su labor. Toda una figura a tener en cuenta dentro del campo de la antropología.

El susodicho pues, durante una dinámica, nos hizo la fatídica pregunta. La mayoría contestaron con respuestas típicas, sin demasiado trasfondo; mientras que en mi mente una avalancha descomunal de ideas caía descontroladamente sobre mi razón. Llegó mi turno y, pese a saber que educar era aquello que deseaba de corazón y por vocación, no conseguía explicar con palabras lo que pasaba por mi mente.

En ese instante el mundo se paró y yo tenía ganas de bajarme de él. Realmente la pregunta me dejó fuera de combate; nunca me había percatado de que no sabía expresar esa respuesta que aparentemente era tan simple. Pero entonces, haciendo camino entre ese caos de ideas, apareció una imagen de este hombre con una leve sonrisa de satisfacción y comprensión.

La dinámica paró, y el joven experto que tenía frente a mí quiso contarnos una anécdota. Una historia que le pasó a principios de siglo XX a Sir Ernest Rutherford. El tipo ganó un Novel de Física entre otras cosas, para que os hagáis a la idea de que no era un cualquiera.

El señor Rutherford contaba que tiempo atrás un profesor le llamó para intentar buscar una solución a un problema con un alumno. El alumno en cuestión acababa de realizar un examen de física y, como la respuesta que dio a un ejercicio, según el profesor no era válida, el chico se ganó un 0 bien hermoso. Vista su nota y en total desacuerdo, el alumno se quejó a la junta, y ésta pidió la opinión a una tercera persona (aquí entra nuestro héroe).

El ejercicio decía así: “Demuestre cómo es posible determinar la altura de un edificio con la ayuda de un barómetro”; y el alumno, ni corto ni perezoso, propuso que se atase a una cuerda el barómetro, se tirara desde la cima hasta el suelo y se midiese la cuerda. Vale, si, visto así el chaval tenía razón, ahí pilló a los profesores, pero se le olvidaba la regla de oro: a los profesores no se les chulea.

Ernest se reunió con el chaval y le pidió que en 5 minutos le diese una respuesta FÍSICA a esa pregunta, pero como respuesta sólo recibió silencio. Al ver que habían pasado 4 minutos y la cabeza del joven parecía que fuera a explotar de tanto pensar, Mr. Nobel en Física le dijo que si no podía contestar a algo así que saliese de la sala con viento fresco. Pero entonces la respuesta que recibió fue: “El problema no es que no sepa la respuesta, es que hay demasiadas respuestas válidas y no decido cual elegir”. Al final optó por explicar que lanzando el barómetro al suelo y cronometrando el tiempo de caída, me
diante una fórmula matemática (que no voy a poner) se podía saber la altura.

El físico se quedó sorprendido: esa era una respuesta válida, ya que se usaba la física para resolver el problema, pero no era ni mucho menos una solución convencional. Así que, intrigado le preguntó sobre las otras soluciones que pasaban por su mente, con lo que empezó el monólogo del alumno. Le dijo mil maneras: algunas simples como usar el barómetro a modo de medida e ir contando mientras se suben las escaleras, o comparando la altura de la sombra del barómetro con respecto a la del edificio; otras más complejas, usando distintas fórmulas relacionadas con la oscilación o la fuerza de gravedad; y un par tan básicas como ir al conserje del edificio y pedirle la información a cambio del trasto.

Satisfecho e impresionado, Sir Rutherford le felicitó por sus poco ortodoxos razonamientos y, antes de despedirse y con cierta vergüenza, le preguntó si de todos modos conocía la solución que pretendían que diese. A esto el joven contestó con una sonrisa “por supuesto que la sé, pero durante mis estudios los profesores han intentado enseñarme a pensar, no a memorizar”.

La tarde llegó, y después de hablar con el profesorado para que le pusiesen un 10 en toda regla, Lord Ernest Rutherford salió sonriente de la universidad, con una calma en el corazón y un pensamiento a la cabeza: “gracias a jóvenes como el de hoy, el futuro que nos espera será maravilloso”.

Como aclaración final de la anécdota, cabe decir que el joven estudiante se llamaba Niels Bohr, quien en un futuro no muy lejano, ganaría el Nobel de Física por sus incalculables aportaciones al mundo de la física cuántica.

Esta historia realmente supuso un gran impacto para mí: su moraleja expresaba exactamente lo que quería conseguir trabajando como educador. ¿Que por qué quiero ser educador? Porque la mayor enseñanza que se puede otorgar a una persona es la del pensamiento propio. Es lo que marca la diferencia, lo que crea ilusión, interés, emoción, anhelo por crecer, por descubrir, por aprender, cada vez más, y más, y más, sin pausa y sin descanso. Quiero ver ese fenómeno en las personas y sentirme parte de él.


Y tú, ¿por qué quieres educar?